Valentina sonríe y recibe sus regalos en el día del niño. Come torta, abraza a su mamá y observa a los asistentes con su cara amable. Ella y los demás niños del Hospital Sótero del Río (Santiago, Chile) padecen de cáncer. Me llamó la atención su mirada sabia, su alegría con una pincelada taciturna, su risa al igual que los otros niños del lugar. Me acerqué a ella y empezamos a conversar. Tiene una hermana, va a la escuela y sus notas son muy buenas, según lo que me dijo.
-Vale, ¿qué te gustaría ser de grande?
-No lo sé, sólo sé que me va a ir bien en el colegio, y después pensaré - responde con calma.
-Bien pensado - le dije.
Antes de que me dejara continuar, agregó:
-Sé que quiero ser feliz y tener hijos. - Sonríe.- ¿Y tú?
-También linda. ¿Tienes amigos?
-¡Sí! Tengo algunos de la escuela, pero ya no los puedo ver seguido ahora porque no puedo salir como antes (la niña estaba en una recaída y sus tratamientos eran más intensivos). Aunque acá tengo muy buenos amigos.
Me cautivaba que usara las palabras justas, sin lucirse, sin manifestar ningún capricho infantil. Cuando me despedí, me abrazó y cerró los ojos. Se quedó un rato así, como viviendo cada segundo de ese momento. Ahora creí entender su mirada sabia: Valentina había aprendido a disfrutar de las cosas simples de la vida, viviendo momentos únicos, porque sabía que su juego tal vez terminaría antes de lo pensado.